LA ESTÉTICA BÍBLICA. Si nos fijamos en algunos textos aislados, podríamos decir que el antiguo Israel no sentía gran aprecio por el producto bello del hombre, limitándose a contemplar lo que ya existe en la naturaleza. Por ejemplo, los altares erigidos en honor de la divinidad tenían que ser de piedra tosca sin labrar (Éx 20,25; Dt 27,6), y estaban severamente prohibidas las imágenes de cualquier tipo (Éx 20,4; Dt 4,16-18), ya que -como se explica- Dios no se manifestó nunca bajo uría forma humana (Dt 4,12-15). Es evidente que la razón de esta prohibición era de naturaleza esencialmente religiosa, al estar dictada por el temor de que el pueblo simple pudiera caer en la idolatría, a semejanza de los demás pueblos (Éx 20,5; Dt 5,9), como sucedió realmente en varias ocasiones, empezando por el becerro de oro fabricado por Aarón en el desierto en ausencia de Moisés (Éx 32,1-7), hasta la serpiente de bronce levantada igualmente en el desierto (Núm 21,6-9), pero que el rey Ezequías tuvo que quitar del templo precisamente porque se había convertido en objeto de culto idolátrico.
La enseñanza bíblica, más en general, aunque puede parecer que no se interesa directamente por el problema de la belleza y que incluso es contraria a ella, en realidad se inspira en principios altamente formativos, que merecen tomarse en consideración. En sustancia, tiende a trascender las limitaciones del hombre y del mundo en el cual ha sido puesto por
Di-s, para remontarse directamente hasta la fuente misma de la belleza. De esta manera se advierte al hombre que no se deje seducir ni absorber por lo que es limitado, efímero y caduco, sino que vaya más allá de la realidad y de la apariencia de las cosas, para llegar a contemplar sólo el poder, la gloria y el esplendor de quien las ha creado y le ha dado a él el poder ode utilizarlas (cf Sal 8; 104; etcétera).
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